Pimba! - mayo 2006 Ed. Depósitos
Me declaro totalmente en contra de los depósitos. De cualquier tipo.
Y no es porque haya tenido una experiencia traumática al tener que romper la chachita para extraer mis primeros dinerillos, ni que ya de grande haya padecido un gran desasosiego al tratar de sacar mis ahorros de un banco a punto de quebrar. Tampoco se debe a un hecho vinculado a alguna leyenda macabra relacionada a los objetos que se pueden encontrarse allí. Nada de eso. Es una cuestión filosófica.
Para reflexionar sobre ello basta considerar los depósitos como los diversos lugares donde las cosas dejan de circular y quedan estáticas, detenidas... estancadas. (J. C. Scelza me prestó su diccionario de sinónimos, muy útil para estirar y aparentar más de lo que uno sabe)
Y me refiero a depósitos de cualquier índole: objetos, dinero, confianza, etc., ya que en cualquier caso simbolizan la inamovilidad de las cosas, pues algo que está depositado pierde su capacidad de transitar y gana ubicuidad.
Entrañan una privación de libertad debido que lo que allí se encuentra está encerrando e inhabilitando para todo uso y disfrute, incluso exhibición.
Para peor, son la herramienta que empleamos para promover nuestra obsesión por guardar todo tipo de cosas, aún a sabiendas que el elemento en cuestión sea absolutamente al pedo. Y lo más triste de todo es que cuando lo necesitamos (en el caso que nos acordemos donde lo dejamos) no lo usamos porque nos da pereza ir a revolver en el depósito. Igual estamos tranquilos porque sabemos que allí estará para la próxima.
Por otra parte, los depósitos son una demostración de confianza hacia alguien pero también de desconfianza hacia todo el resto. Suponen la protección de una propiedad, ya que al colocar dinero en una institución financiera, depositar el voto en la urna o dejar algún objeto en un galpón implica restringirlo a una custodia determinada, a resguardo de los demás.
O sea, nos brindan seguridad a costo de un encierro ya que todo lo que se mueve o cambia nos genera desconfianza. Incluso nosotros mismos muchas veces ni siquiera nos permitirnos cambiar de idea o de posición respecto a algo. Hemos asimilado esa cualidad estática que pretendemos para nuestras cosas. Si todo está donde debe estar, para qué vamos a movernos nosotros?
Otro ejemplo de ello es el tema de “los fieles”, planteado el mes pasado.
Constante y consistentemente coartamos nuestro impulso de arriesgar, de replantear cualquier cosa y dejar todo como y donde está, más allá que lo que tenemos no nos conforme o satisfaga.
Esto podría convertirse en algo patológico cuando de tan preocupados que estamos, persiguiendo la seguridad, dejamos pasar las oportunidades que se nos presentan.
Personalmente me cuesta entender porqué alguien tiene que estar exclusivamente en un lugar, con una persona o asociado a una creencia de forma permanente. Quieto y juntando polvo.
Cada cual tendrá sus motivos... o simples justificaciones para encubrir el temor a ensayar y errar.
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